La mujer que amé.
No recuerdo en qué momento ni en qué lugar, pero decidí matricularme en aquella travesía.
Aquel día, en una clase llena de alumnos, alguien a viva voz nos vendía un curso de esperanto. No me llamaba la atención el contenido, pero su voz, su voz, su voz tenía una chispa que retumbó mi cerebro distraído; levanté la mirada, vi de reojo y era ella.
Ella, ella tiene un aspecto distendido, mirada tenue, talante tranquilo y perfil intenso.
Les digo: ¡la conocí!. Así es, en serio, la conocí.
Tenía la sensibilidad y el temple de una mujer que desprendía amor en cada pliegue de su ser y, a la vez, denotaba fortaleza y coraje. No se callaba, gritaba. Voraz. Tenía valores arraigados, me los recordaba a cada rato. No se inmutaba, no se amilanaba, apechugaba, aceleraba y afrontaba. Inteligente. La admiré, por ser ella.
No era díscola, arremetía y, además, persuadía suavemente. La amé, por ser solo ella.
Eso sí, no soy sobón ni subjetivo.
Engreída al mango, no cedía fácilmente. Egoísta, a veces. Era ella y su círculo. Humana, igualmente la amé.
Hay cosas tan prácticas que no necesitan filosofía.
Quiero que sepas, y siempre lo repito, lo mucho, muchísimo que te quise. Las palabras me son esquivas al tratar de encapsular cada aspecto de tu ser.
No te deseo feliz día, te conmemoro porque representas a las mujeres que han luchado por sus derechos, por la libertad, por la igualdad y por hacer que este mundo sea diferente, sea mejor.
Esto no termina, no dejes de guerrear por tus derechos y el de todas las mujeres; hay mucho por bregar y, si es que la vida me permite, estaré allí para ver tu encumbramiento.
Contigo, a la distancia sideral, al otro lado del mundo.
José Luis.
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